Argemiro Paredes -Miro, como le decimos cariñosamente- está a punto de cumplir 95, le gusta el tango y el fútbol (el América es su pasión), tocar el piano, leer, y revisar correos y mensajes de Facebook o Whatsapp en su tablet; además, disfrutaba mucho el baile («tan bueno que baila el señor Paredes», comentaba la gente).

Vivió la violencia partidista; sufrió en carne propia las angustias del 9 de abril en Bogotá; ha ‘sobrevivido’ a más de 20 presidentes y no recuerda alguno de manera especial. Trabajó en el tranvía; llevó cuentas y administró teatros, parqueaderos y otros negocios; viajó con su familia a conocer el país por carretera -cuando viajar por tierra era una odisea-, y parar en restaurantes y fruterías a la orilla del camino. Se casó hace casi 70 años, tuvo 7 hijos y una vida con alegrías y penas de la que no se arrepiente haberla vivido.

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Ahora decidió que quería escribir. Comenzó haciéndolo sobre las primeras hojas que encontró -un pliego de papel autoadhesivo- y con un lápiz porque así siente menos presión y las ideas le fluyen mejor. Sus hijos le regalaron una libreta y allí plasma ahora sus ideas. Está escribiendo sus recuerdos de diferentes épocas y este cuento hace parte de su historia. Ejemplo.

Argemiro escribe a mano, con lápiz, en una libreta o en lo que encuentre. Foto John Brian Cubaque.

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El Primer Mar

Por Argemiro Paredes Ch.

Desde el octavo piso del hotel Capilla del Mar, en Cartagena, contemplé el mar. Había luna llena y la vista de ésta, reflejándose en sus aguas, ofrecía un fantástico espectáculo. En un momento de mágico recuerdo, pensé en todos los años que habían pasado desde que conocí el mar.

Media plaza del pueblo estaba llena. Los padres y familiares de los 14 niños que viajarían a Buenaventura a conocer el mar estaban listos. El cura párroco acababa de celebrar la misa para rogar por un viaje sin problema, tanto de ida como de regreso.

Recordé cómo, sentado en un andén y solo, lloraba cuando se me acercó la señora Rosalía, directora de la Escuela de Niños, y me dijo:

– ¿Y tú no viajas, Carlitos?

– No, porque mi papá no tuvo los veinte pesos que cuesta el viaje.

Entonces ella me dio los veinte pesos, más cinco para gastos y me dijo:

– Corre a inscribirte, que te diviertas, yo arreglo después con tu papá.

Me inscribí y corrí hasta la casa a despedirme de mi mamá. Ella me arregló dos camisas, una muda de interiores y un par de medias.

– Corra mijo, diviértase y que Dios me lo lleve con bien. Y tenga estos dos pesos que guardé del mercado. Espero le ayuden en algo -me dijo.

Foto Willy Rolin

Salimos en la chiva que nos llevaría a la estación para tomar el tren a Cali y, al día siguiente, seguir hasta Buenaventura. El tren llegó pronto y nos dieron un vagón solo para nosotros. Algunos de los niños nunca habían viajado en tren, se notaban su gran sorpresa y la alegría.

Entonces empezó el viaje por el hermoso Valle. Recordé las ceibas centenarias, los frondosos samanes y las palmas cargadas de cocos a cada lado de la vía, parecía como si quisieran hacernos calle de honor. Llegó la hora de almorzar. Todos sacaron sus comisos pero el que mejor comió fui yo, que no tenía nada. Todos me ofrecieron de sus comidas y así tuve gallina, pollo y cerdo. ¡Gran comilona!

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De pronto, teníamos al frente una enorme mancha verde, semejante a una gran sábana: eran los cañaduzales que pronto se transformarían en azúcar. Seguimos dejando atrás pueblos y ciudades hasta llegar a Cali. Allí nos esperaba un vehículo que nos llevaría a la escuela donde dormiríamos. Esa noche, los alumnos de la escuela, ya nos tenían un gran salón con suficientes colchonetas y sábanas recién planchadas. El chofer quería llevarnos a conocer la ciudad, y así conocimos la histórica Plaza de Caicedo, la Ermita, con su bella arquitectura y hermosos altares, El Cerro de las Tres Cruces, con su espectacular vista de Cali. Dimos algunas vueltas por el centro, pasando por sus viejos templos y hoteles y llegamos a Juanchito. Allí nos contaron que después de las nueve de la noche empezaban a llegar los bailadores que gozaban con la música de los discos traídos desde Cuba: Benny Moré, Miguelito Valdés, Celia Cruz, con sus rumbas sones y danzones, ritmos antecesores de la salsa. Volvimos a la escuela y allí los alumnos también nos tenían preparada una presentación de bailes y canciones, mientras sus mamás nos servían agua de panela con pandebono y pandeyuca. Una noche inolvidable.

Muy temprano en la mañana, salió el tren para Buenaventura, por entre un paisaje un poco selvático. Árboles gigantes, grandes helechos y una cantidad de flores desconocidas. Viajaba un poco alto y cuando empezó a detenerse nos encontramos con pequeños ríos y quebradas que invitaban a un buen baño. Llegamos a Buenaventura y el señor que nos recogió y nos llevó al hotel nos ofreció que en media hora nos llevaría a una playa cercana, para que viéramos la espectacular puesta del sol. Éste convertido en una bola roja y brillante parecía hundirse en el agua en la lejanía. El mar rugía y levantaba unas olas enormes.

Niños y Mar. Óleo de Rubén de Luis. Pinterest

Allí fue donde sentí que estaba conociendo el mar.

Al día siguiente fue de playa. Una lancha nos llevó hasta la Bocana, con una playa de una arena blanca y suave para caminar descalzos. Nos metimos en sus aguas, con una temperatura única que invitaba a no salir nunca. Pasamos al comedor y más sorpresas, porciones generosas y precios económicos. Compartí la comida y el costo con dos compañeros. Ordenamos pargo rojo y qué delicia de carne, nunca habíamos comido nada igual. Reposamos luego bajo la sombra de un palmar, recibiendo la brisa del mar. Regresamos al pueblo y repetimos la puesta del sol.

Al día siguiente, otra vez la Bocana, esta vez pedimos corvina, también de gran sabor, y el cocinero nos dio como degustación unos trozos de langosta, que nos puso a chuparnos los dedos. Reposo bajo el palmar y, al rato, regreso al puerto, atrapados por una gran nostalgia de dejar al día siguiente el mar. Muy temprano estábamos ya subidos en el tren, que nos llevaría en viaje sin escalas de regreso al pueblo.

Allí, al llegar, todo fue alegría. Todos los padres emocionados buscaban y abrazaban a sus hijos, mis padres también estaban allí, participando del regocijo.

Ahora, pasada esta hora mágica de los recuerdos, frente al mar otra vez, me llegaron las nostalgias de lo vivido; la nostalgia de lo que no fue y pudo haber sido; todos los recuerdos arraigados en mi alma y que me dejaban un inmenso deseo de llorar.

Bogotá, septiembre 2020