Si todas las personas mayores de 60 años en este planeta fueran confinadas a vivir en un solo país, conformarían uno con la población de Estados Unidos multiplicada por tres. Tomando en cuenta los cálculos en tiempo real de la página web population.city, casi uno de cada siete habitantes de la Tierra está en este rango etáreo, incluyendo al más de medio millón de los que ya han cumplido un siglo e incluso más.
La Biblia cristiana hace referencia a una promesa de larga vida como premio para quien pone su confianza en Dios; el profeta Mahoma dijo que parte de la glorificación a Alá consiste en respetar a los de cabellos grises. Y, en general, la antropología puede dar ejemplos de cómo en casi todas las culturas milenarias había una veneración a los ancianos.
Pero en esta etapa de la historia, donde la sobrepoblación se vuelve una de las mayores preocupaciones para el medioambiente y las economías, su presencia ya no parece valorarse en función de sabiduría sino del costo que implican para la sociedad.
Ya lo advirtió en 2012 el economista español José Viñals, consejero del Fondo Monetario Internacional (FMI): “vivir más es bueno, pero conlleva un riesgo financiero importante” recogía entonces diario El País.
Este tipo de cálculos ha ido prácticamente a la par con investigaciones científicas que buscan aumentar la expectativa de vida cada vez más. La última novedad al respecto fue dada a conocer en enero, cuando un laboratorio estadounidense anunció que encontró una forma para alargar la vida hasta los 500 años…
De repente, el vendaval que ha constituido la pandemia generada por el covid-19 arrasa con el sueño de vivir más y mejor y con las previsiones que tendrían que hacer los países para solventar más pensiones a jubilados que las cobrarán por décadas.
Medios digitales han estremecido a sus visitantes con testimonios de médicos que tuvieron que escoger a quién salvar frente a dos enfermos con neumonía causada por coronavirus: un hombre joven de 30 años y un anciano de 82.
Dan Patrick, vicegobernador de Texas, a punto de cumplir 70, levantó polémica a finales de marzo, cuando aseguró estar dispuesto a morir para salvar la economía de su país, y que los de su generación deberían hacer lo mismo.
La guía publicada a mediados de marzo por el Colegio Italiano de Anestesia, Analgesia, Resucitación y Cuidados Intensivos resulta dura pero clara: es necesario establecer un límite de edad para el ingreso a las unidades de terapia intensiva. Y el criterio debe ser, según el mismo documento, la probabilidad de supervivencia y el número de años que durará la vida salvada.
Y a lo mejor esta vorágine de casos que se multiplican por minutos es la que no ha permitido hablar mucho de otro derecho fundamental: el de morir con dignidad.
Una desesperante agonía con asfixia a falta de un respirador mecánico no es precisamente la forma ideal de despedirse de este mundo. Y todo indica que estos desenlaces todavía se contarán por miles antes de que se vuelva norma general la aplicación de protocolos que atenúen este sufrimiento como la administración de opiáceos, apunta el analista Simón Espinosa Cordero. Es más, los familiares de los fallecidos deberían tener la certeza de que a su padre o abuelita se le preguntó si estaba de acuerdo con que los cuidados que le tocaban se los den a otro por ser más joven.
Por otro lado, las historias positivas de nonagenarios que han recibido el alta clínica tras vencer al temido covid-19 también llevan a preguntarse hasta qué punto el haber nacido a mediados del siglo XX disminuye el valor de una persona frente a una sociedad.
Cada vez que la Organización Internacional del Trabajo (OIT) expresa preocupación por la falta de empleo adecuado entre la población joven, resuena un alegato: por qué los mayores de 50 o 60 años no dan un paso al costado para que sus puestos los ocupen las nuevas generaciones.
Pero este paradigma tambalea también cuando existen experiencias tan exitosas como la del portal web chileno ¡SíSenior!, dedicado a ofrecer empleo a trabajadores jubilados. Sus creadores partieron de la idea de que se trata de individuos mucho más biológicamente vitales y productivos que sus antecesores, además que muestran un alto grado de responsabilidad y compromiso. Son hombres que en general ya han pagado sus deudas y mujeres que no requerirán permisos por maternidad, además de que su experiencia laboral y de vida enriquece los ambientes laborales.
Tendrán que pasar años todavía antes de que se pueda poner una cifra a cuánto se aliviaron las finanzas públicas por los pensionistas fallecidos durante esta pandemia.
Por ahora, es imposible no preguntarse: ¿vale menos la vida de una persona que trabajó tres o cuatro décadas pagando sus impuestos y educó a unos hijos que hoy aportan para sostener el sistema de pensiones de su país, y tuvo la desgracia de contagiarse de coronavirus en el supermercado, que la de un universitario que se saltó las medidas de cuarentena y enfermó tras salir de fiesta?
La sociedad actual debe mucho a sus mayores. El covid–19 marca un antes y un después en cuál será su retribución.
Por María Carvajal para El Comercio (Ecuador)