Vivía a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hacia, hasta, para, por, según, sin, sobre y tras del cine. Otra cosa parecía no importarle en la vida. Cuando no tenía plata para el cine, entre sus colegas de insomnios hacíamos vaca para que fuera por nosotros a cambio de que nos contara todo después con pelos, señales, tiros y relinchos de los caballos.
De nombre Héctor, se apellidaba Pasos. Aparecía los domingos en la esquina de la cuadra, después del rito del cine doble matinal, muy tieso y nada majo, radiante, con los ojos como un dos de oros por la felicidad por lo que acababan de ver su par de ojos hambrientos de imágenes. Bueno, en eso, todos éramos Pasos.
El dinero que le daban en casa para la motilada lo volvía películas. Su pinta incluía pantalón corto y cortes de pelo criminales hechos con unas maquinillas manuales que le hacían al sujeto el pobre favor de estropearle la autoestima. Pero los muchachos de antes no le jalábamos a la vanidad. No sabíamos que existía.
Como el resto de la muchachada, Pasos andaba por las calles del barrio con un fajo de cajetillas de cigarrillo Pielroja, que después cambiábamos por motiladas en el Wall Street capilar de los años cincuenta, por los lados de El Cairo.
En nuestros años mozos, además de iniciar a los mayorcitos con ínfulas de varones, las cajetillas eran dinero constante y nada sonante. Con ellas se canjeaban o compraban cosas entre la piernipeludocracia de negociantes improvisados de la calle.
Pasos –y sus colegas de cine doble que éramos todos- era diestro en el arte de jugar pipo y cuarta con bolas o canicas (golf con los dedos), claro, sin “embutir”, un verbo que algún Rufino José Cuervo sin zapatos se inventó para describir la destreza o la conchudez de acercarse con las manos a la bola para no errar el tiro.
Al arroyuelo, este ilustre estudiante de la José Eusebio Caro, le pelaba al prójimo todas las chumbimbas o las bolas (canicas) que tuviera.
Andaba a bordo de un trompo “zangarrietas” (o sea, brincaba en el herrón) que sacaba la cara por él. Era un as barbado para adivinar la fecha de las monedas de uno, dos, cinco, veinte centavos… las únicas a las que teníamos acceso. Era uno de los tantos juguetes que inventábamos. Todos éramos Pasos.
Su genio era disparejo, como la cara maluca que le tocó en el reparto de la estética.
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Éramos ricos sin plata. Nuestros taitas encimaban trabajo y honradez, sin saber mucho qué era eso. Eso venía en el paquete. Nadie se jactaba de ser buen tipo.
El hombre llegaba y de una instalaba a encantar con una prosa fácil que hacía las delicias de la culicagadocracia del sector. Pero lo mejor era cuando empezaba a narrar las películas que había visto en los teatros Berlín, Aranjuez o Laika.
Si veía películas de Tarzán, diferenciaba bien si el actor que lo había encarnado era Johnny Wiesmuller o Lex Barker. Dejaba de comer si se demoraban para repetir “La diligencia” con John Wayne.
Pertenecía, como todos nosotros, a la aristocracia de “gallinero” del cinema paradiso del sector. Los porteros de los teatros se dejaban sobornar por un “cuadro” o vista del “muchacho”, como en la semántica callejera se le decía al protagonista.
Era –éramos- cambalechero nato. Cambiaba un cuadro de Burt Lancaster y Tony Curtis en “El pirata hidalgo”, por el solitario Gary Cooper en “A La hora señalada”. Eso sí, exigía que en el negocio se le encimara, mínimo, otro de Audie Murphie, menos ranquiado entre nuestros preferidos.
Cuando empezaba a narrar películas se sentaba en la palabra. Es más, se acostaba en ella. Repetía los diálogos con memoria de elefante. O los inventaba. Pobrecito el que pusiera en duda que las cosas habían sucedido como las había contado: de una malacara era capaz de sacar al interlocutor del cuero. A los guionistas de cine les daba sopa y seco.
Parecía amigo personal de Búfalo Bill. Relinchaba mejor que “Plata” el caballo del Llanero Solitario. Remedaba la forma como Alan Ladd disparaba su Colt. Lo hacía tan bien que nos daba la impresión de que el monito Alan había aprendido viéndolo. A Tarzán le decía Tarzan, con acento en la primera a, sin importarle un comino don Edgar Rice Burroughs, creador del hombre mono. Ni idea teníamos que don Edgar estaba detrás.
Al Héctor le hice el interrogante que más me incomodaba entonces: ¿cómo un actor que había muerto en una película aparecía vivo ocho días después en una cinta diferente? “No preguntés güevonadas”, me respondió. Con esa desoladora respuesta me le tuve que enfrentar después a la vida.
¿Cómo no recordar a Pasos, una mezcla de Mejía Vallejo y de Pastor Londoño, que contaba las cintas del matinal del domingo desde la fanfarria mexicana que anunciaba la película hasta el The End que pronunciábamos con todas las letras?
Todos éramos Pasos.
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*Óscar Domínguez Giraldo, 74 años, nació en Montebello, Antioquia. Casado, dos hijos, cuatro nietos. Ajedrecista de corazón y periodista por vocación; se considera «bogoteño» por haber vivido la mayor parte de su vida profesional trasegando sus calles. Fue redactor político, jefe de redacción y director de la agencia de noticias Colprensa. También tecleó para La República, El Espacio y la agencia de noticias CIEP. En radio trabajó en los noticieros de Todelar, RCN, Súper y el GRC.Fue corresponsal de la Voz de Alemania-DW y Radio Francia Internacional-RFI. Escribe semanalmente la Columna Desvertebrada para El Colombiano, de Medellín, y cada quince días la columna Otraparte, en El Tiempo. De estas columnas ya han surgido seis libros …y esperen más. Lo puede seguir en http://www.oscardominguezgiraldo.com/
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