Textos prestados.
El mexicano Christopher Domínguez Michael (Ciudad de México, 1962) es sin duda uno de los críticos literarios hispanoamericanos más respetados de nuestro tiempo; es además, ensayista, historiador de la cultura y novelista. Estudió Sociología pero desde muy joven se inició en el periodismo cultural pues a los 18 años ya publicaba reseñas bibliográficas y artículos políticos en algunas revistas mexicanas. Desde entonces escribe columnas, ensayos y reseñas de libros para revistas y periódicos de México. A nivel internacional ha colaborado con El País, Cuadernos Hispanoamericanos, Letra internacional, y Letras Libres, en España; La Época y El Mercurio, en Chile; The Latin American Review, de Nueva York y El Malpensante, en Colombia. Forma parte del consejo editorial de Letras Libres, en México. Ganador del prestigioso Premio Xavier Villaurrutia 2004, premio mexicano de escritores para escritores, por Vida de Fray Servando (biografía).
Se ganó su propio espacio en la vida cultural mexicana con apenas 27 años, cuando publicó la Antología de la narrativa mexicana del siglo XX (1989); posteriormente publicó el Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005) (2007), siendo referentes para quien quiera conocer sobre la literatura mexicana del siglo pasado. Actualmente escribe su columna crítica para el suplemento cultural Confabulario del diario El Universal, de donde “tomamos prestado” este texto dedicado a tres obras del género “pestífero”, como él lo denomina, dándonos una guía de lectura para esta época de “acuarentenamiento” pandémico. Oportuno y revelador.
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Apuntes sobre el género pestífero
Por Christopher Domínguez Michael
21/03/20
Hace once años, en el tiempo de la influenza, me propuse escribir este artículo y no lo hice, ignoro por qué, aunque me recuerdo cazando alguna edición del Diario del año de la peste (1722), de Daniel Defoe pero cuando me hice de ella, desistí. En 2009, como ahora, a todo el mundo letrado se le había ocurrido buscar el libro de Defoe, novela disfrazada de reportaje porque durante la Gran Peste de Londres de 1665, su autor tenía cinco años y con cierta certeza se basó en los diarios de su tío, quien sí fue testigo cabal de la epidemia. El Diario del año de la peste, por su estilo, es un precedente poco ortodoxo del “nuevo periodismo” del siglo pasado.
También, sin la velocidad –hipnótica e intrusiva– de las redes sociales, circulaban listas de clásicos de la peste, encabezadas por la novela homónima (1947) de Albert Camus, acompañada de otras obras francesas de J.M.G Le Clézio y Marcel Pagnol, para no hablar, en la anglósfera, de Yo, leyenda (1954), de Richard Matheson aunque no podía saberse que la última novela de Philip Roth (Némesis, 2010) pertenecería al orden pestífero. Y yendo hacia la antigüedad, precisamente en La peste camusiana, se habla de Procopio de Cesarea y de Lucrecio, para no hablar de las plagas bíblicas.
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En cuanto a los casi modernos, no presumo de originalidad al ratificar que en el Diario del año de la peste está prácticamente todo en cuanto a las pendencias de los apestados en una ciudad populosa. No hay situación, además, por horrible que sea, en cuanto a los hechos, lo mismo que en relación a la psicología, ajena al ojo clínico de Defoe. Aunque consigna que en la peste de Londres, junto con la mezquindad y la barbarie, apareció el heroísmo y el desinterés de enfermeros y enterradores, la diferencia entre aquellas plagas y las nuestras, está un lugar común: progreso + ciencia.
Nunca, desde luego, quedará descartada nuestra extinción total por algún virus indestructible, como lo ha fabulado la ciencia ficción, pero Defoe y su tío se hubieran quedado boquiabiertos de los recursos con que contamos para defendernos de amenazantes epidemias que acaban de ser controladas con una rapidez que ya hubieran querido los muertos de “la influencia española” de apenas hace un siglo, que entre 1918 y 1919, liquidó a veinte millones de personas, según las estimaciones más conservadoras.
Al progreso puede culparse de la expansión aérea y de la deforestación por la actual epidemia aunque su origen estaría en el trato humano con murciélagos y especies exóticas. Pero a los supersticiosos enemigos del progreso, que pululan entre las clases acomodadas del planeta, algunos de ellos verdaderos homicidas por omisión al no vacunar a sus hijos contra enfermedades que han reaparecido gracias a la docta ignorancia incubada por su mentalidad anticapitalista, no les temblaría la mano al pedir la vacuna hoy tan ansiada. Pero como de esto se puede enterar cualquier hijo de vecino en Facebook, termino con mi sermón y regreso a la literatura.
En Defoe la peste no puede sino ser obra del designio divino y la permanencia en Londres del testigo y narrador se debe, nos confiesa, a un llamado de Dios que lo impele a compartir el destino de aquellos entre quienes nació, no sin lamentar que los cristianos se hallasen divididos en sectas, impidiendo lo que entonces como ahora es el único remedio comprobado contra la propagación, ese confinamiento, que en el Diario del año de la peste fue llevado a cabo con métodos brutales, algunos de los cuales acaso han ocurrido en China hace unas semanas, donde cuentan –como en toda dictadura– antes a los sobrevivientes que a los fallecidos. Defoe, en todo caso presbiteriano disidente y creyente en la inescrutable predestinación agustiniana, no se atrevió a escudriñar por qué Dios dejó caer esa plaga.
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También volví a La peste, de Camus. De chico me gustaba la posibilidad, nunca descartada, de que la novela ocultase tras la epidemia a la invasión nazi; hace unas horas me complació la proliferación de ratas y la ausencia de Dios graduando de absurdista al franco–argelino. En tiempos como los nuestros cuando Camus se ha impuesto como referencia moral poco discutida, se tiende a compensar sus méritos intelectuales rebajándolo como novelista.
Discrepo: si se dice que a partir de los cincuenta años ya no se lee, sino se relee, mi reencuentro con La peste fue feliz y al contrario de algunos amigos, la hallé superior a El extranjero, novela de tesis, mejor armada pero demasiado acicalada con gomina existencialista pues la releí hace poco con motivo de la interesante réplica pergeñada por Kamel Daoud. En La peste, en cambio, aprecio la trabajosa graduación de un aprendiz, reconstruyendo su infancia en Orán y abriendo la narración hacia la metáfora, sin imponerla. Cada vez que se recurra al género pestífero, con Dios y sin él, estarán allí, para el gusto de creyentes y de agnósticos, Defoe y Camus.
Empero, mi novela pestífera preferida es el El húsar en el tejado (1951), de Jean Giono, aquel escritor no del todo olvidado pero poco presente fuera del hexágono, el cual debido a su persistente pacifismo, fue acusado de haber colaborado con el régimen marioneta de Vichy, lo cual provocó que Henry Miller (apestado hace rato entre el profesorado por misógino), dijese que entre Jean Giono y Francia, entre un gran escritor pagano y una avara nación gentil, prefería a Giono. No sé si al amigo Miller, ignaro de las tinieblas ideológicas europeas como suelen serlo los gringos, le importaría saber que Giono (1895–1970), sin haber colaborado propiamente con los nazis, era, como tantos franceses de entonces y de ahora, “culturalmente” antisemita. Lo cual significa que fue, al mismo tiempo, obsecuente con los invasores y ajeno criminalmente al destino de sus víctimas en general, aunque escondió a algunos cuantos perseguidos, judíos o trotskistas, pues le daba igual. Se trataba de salvar vidas. Perteneció Giono, sin duda, al poco prestigioso aunque mayoritario grupo de las personas políticamente inconsecuentes.
La discutible personalidad pública de Giono viene a cuento. El enamorado Angelo Parodi, stendhaliano como suelen serlo sus personajes, huye lejos de casa y cuando pretende regresar a su Piamonte natal, ha de cruzar la Provenza infestada por el cólera de 1832. El joven héroe, en El húsar en el tejado, se topa con la epidemia, pero su miedo y sus argucias, tanto como su inexperiencia y su deseo de sobrevivir, se parecen más a nuestro estupor ante el brote, virulento e imprevisto, del coronavirus, que a las teologías –predestinadas o ateas–, de Defoe o Camus. En un bosque, Angelo Parodi se encuentra a tres hombres llorando. Uno de ellos está exhausto, tendido en el suelo. Sin saber qué pasa, les ofrece su ayuda. Lo rechazan con frialdad.
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“Era evidente”, escribe Giono, “que se trataba de los primeros síntomas de un ataque de cólera, y los dos hombres se las arreglaban bastante bien. Angelo Parodi comprendió su temor de ser denunciados y que el enfermo fuera llevado a la enfermería”. Giono le hace pensar lo siguiente a su propio personaje: “Aprende, pues, a tener un poco de egoísmo. Es muy útil y te evitará pasar por un imbécil. Ese par te ha mandado al diablo con toda la razón. Se ocupan de un asunto que sólo les compete a ellos y lo manejan como quieren. No les interesa que les compliques la vida. El enfermo morirá tarde o temprano y sólo entonces dejarán de llorar y procederán a deshacerse de él. ¿Crees que la generosidad es siempre buena? Nueve veces de cada diez es una descortesía. Y nunca es viril”.
Humano, demasiado humano, Angelo Parodi se comporta como algunos de nuestros jóvenes, quienes creyéndose inmortales suscitan, actualmente, nuestra censura por su desaprensión frente a la epidemia y a las medidas vigentes para sofocarla. Esta noche tampoco los juzgo a ellos. Mañana, quizás, mi opinión será otra.
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