Por Yolanda Conroy*
Siempre he considerado que Mi Viejo, la canción más conocida del gran cantante y compositor Piero, es una de las más queridas en el mundo hispanohablante. Sin embargo, para mí es una canción muy triste y trato de evitarla, en lo posible, cuando pienso en mi papá.
La idea que yo tengo de él, a pesar de verlo caminar despacio, no es la del viejo caminando con una tristeza larga; lo veo como el hombre que me crió y que a pesar de tener casi 95 años tiene su mente activa, su sentido del humor listo para llegar en el momento apropiado, y su compasión intacta.
Son muchas las lecciones que me enseñó y si me pusiera a enumerarlas la lista sería interminable. Lo contemplo al sentarse a la mesa con nosotros y lo veo como siempre, amable, respetuoso y agradecido. Temprano en la mañana, oigo el ruido de su caminador y de sus pasos lentos y sé que en unos minutos podré sentir el olor del café recién hecho. Madrugar y comenzar a disfrutar la vida diaria, es algo que nos enseñó a sus 7 hijos.
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Todos crecimos sin preocuparnos por las dificultades que adultos responsables a cargo de una familia grande, como mis padres, tuvieran que enfrentar. La verdad es que muchos de mis amigos pensaban que yo era hija única hasta que llegaban a mi casa y salían mis hermanos y hermanas más pequeños de todos los rincones de la casa. Mi papá siempre se preocupó por hacernos entender lo satisfactorio tanto de la responsabilidad del trabajo como el placer de la diversión. De tal manera que tuvimos las mejores vacaciones y fines de semana rodeados de amigos y buena parranda, mientras que durante la semana él se iba a trabajar su horario completo. Nos enseñó que el trabajo es importante y que uno tiene que hacer lo mejor posible sin importar que tipo de trabajo sea.
Mi apreciación por la música la aprendí de mi padre y es algo que he tratado de pasar a mis hijos; mi pasión por viajar, bailar bien y reír fueron acciones reconocidas y valoradas en el ambiente familiar de mi casa. Todos aprendimos el concepto de familia y la importancia de apoyarnos mutuamente.
Mi papá fue mi compañero cuando todas mis amigas cumplieron 15 años y ahora que todas estamos llegando al séptimo piso, ellas lo recuerdan con amor y agradecimiento. A medida que fui creciendo y cambiando de amigos su actitud siempre fue de aceptación y bienvenida, de tal manera que los que lo conocieron cuando yo estaba en la universidad, expresan los mismos sentimientos de cariño que mis amigas de infancia.
Un amigo mío hace poco me escribió esto: “Los recuerdos de tu papá los tengo muy presentes, me parece estarlo viendo cómo se le achicaban sus ojos rasgados cuando se reía de todos los chistes y cantaba con nosotros tomando aguardiente llanero, que nunca faltaba, siempre cordial invitando a entrar a tu bonita casa de la Esmeralda con una grande camioneta Willys verde que llevaba a todos los que querían subirse incluida la perra”.
La primera gran lección
Hay dos eventos de vida que marcaron mi admiración por mi papá. El primero pasó cuando yo tenía 16: un chico amigo mío se metió en un problema y fue detenido por un tiempo. Mi papi se enteró y al notar mi preocupación, su reacción me sorprendió. Se sentó conmigo y me dijo que había averiguado la forma de ir a visitarlo y que iría conmigo. Cuando le pregunté porqué había decidido hacer eso, su respuesta fue sencilla y completamente humana. Habló con mi mamá, quien no estaba muy segura de esa visita, y le dijo que todo el mundo se merecía una segunda oportunidad, que él pensaba que este chico por su juventud y falta de experiencia había cometido un error pero que eso no debería marcarlo para siempre. Que si por alguna razón, uno de sus hijos se encontrara en problemas, el agradecería mucho que sus familiares y amigos no les cerraran las puertas. Después de la visita le confesó a mi mamá que le había dado mucha lástima el ver a mi amigo como un muchachito ingenuo en medio de hombres con mucha experiencia.
Segunda Lección de Vida
La segunda lección fue en 1982 cuando mi hermano falleció en un accidente de carro un día después de cumplir 21 años. Eduardo era la alegría de la casa. Inquieto, chistoso, mamagallista, tenía el talento de hacer reír a todos a su alrededor y de alargar las sobremesas por horas con cuentos y ocurrencias que lograban las más estruendosas carcajadas de sus hermanos y padres. Era muy observador, podía identificar hasta el último detalle de la personalidad de sus hermanos, amigos, familiares, y llegar a imitarlos a todos de una manera precisa y divertida. Muy inteligente, creativo e ingenioso te divertía o sacaba de casillas. Perderlo fue muy traumático para toda la familia.
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El día que cumplió sus 21, la familia celebró en casa. Yo no estaba pues vivía en el exterior, mi hermana, la segunda de mis hermanos, andaba de mochilera por el Perú y mi mamá se estaba recuperando de una cirugía. Así que la reunión fue pequeña. Eduardo ya tenía un gran plan para celebrar con sus amigos al día siguiente. En la noche vinieron a recogerlo cuatro amigos y salió acompañado de su hermano más cercano. La parranda fue en las afueras de la ciudad y cuando regresaban felices, un poco embriagados y andando rápido, el chico que estaba manejando perdió el control, el carro dio un par de vueltas, Eduardo salió expulsado y al caer recibió un golpe en la cabeza que lo dejo inconsciente. Su hermano lo recogió y una tractomula que pasaba, los llevó al hospital más cercano, pero cuando llegaron Edu ya había fallecido. Con valor y dolor mi hermano llamo a mis padres y les informó de la tragedia.
Papá llegó al hospital y en medio de su infinito dolor tomó una decisión y me enseñó otra lección: para evitar que el chico que iba manejando se encontrara en problemas legales por haber estado manejando a alta velocidad y embriagado, mi papá reunió a los muchachos y les pidió que en el reporte pusieran que el que iba manejando era Eduardo. Ese momento quedó marcado en mi mente, pues en medio de su agobiante luto, mi papá me mostró lo más noble de la generosidad y compasión que puede expresar un ser humano.
Así que cuando lo miro pienso en sus lecciones, no en Mi viejo, de Piero, pues aunque “camine lento”, me alegra que no tiene “la tristeza larga”.
*Psicóloga de la Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia.
Master en Educación Multicultural y Bilingüe, Northern Arizona University, USA.
Master en Consejería en Educación, Northern Arizona University, USA.
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