La cotidianidad muy pocas veces es concebida como parte esencial de nuestras vidas: los objetos, las pequeñas acciones diarias como cocinar, salir al parque a tomar el sol o simplemente mirar por la ventana la forma de una nube que pasa o la actividad de la calle; los juegos, el humor, los recuerdos, la pereza, la mesa del comedor, los anteojos, son parte fundamental de nuestro acontecer diario. Ella llena nuestros espacios vitales y está presente la mayor parte del tiempo, porque los acontecimientos son cada vez más escasos. Así también lo resalta Joan Manuel Serrat en su sentido elogio a «Aquellas pequeñas cosas».
«Uno se cree
que las mató el tiempo y la ausencia
pero su tren
compró boleto de ida y vuelta.
Son aquellas pequeñas cosas
que nos dejó un tiempo de rosas
en un rincón,
en un papel
o en un cajón»
El gran fotógrafo francés, Willy Ronis (1910 – 2009), retrató la cotidianidad parisina de mediados del siglo XX en todo su esplendor, y es, por supuesto, nuestro invitado de honor para ilustrar este artículo. Mención especial merece nuestra querida y siempre recordada amiga Cecilia Cáceres Amaya -Ceci (1956 – 2002), una injustamente olvidada ilustradora colombiana, a quien le rendimos un pequeño homenaje, publicando dos bellas ilustraciones de su libro «La casa». Ed. Norma. 1986.
QP
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Por Oscar Domínguez Giraldo*
Sí, el año no se ha acabado pero decidí reunirme conmigo mismo, hice mayoría y de nuevo declaré la cotidianidad como mi personaje del año, después de los tiempos de coronavirus, ese “ladrón de esquina” que nos ‘patasarribió’ la existencia.
Al llegar a Estocolmo, después de afrontar mil zozobras, una refugiada siria sintetizó así la importancia de lo cotidiano: «Todo lo que quería era volver a abrir y a cerrar una puerta.»
Es un goce pagano disfrutar la condición del mortal que despierta a la vida, se toma un café instantáneo de celador, o uno más sofisticado, se baña, se enoja o se alegra, lee o relee un poema que le habría gustado escribir, busca un horóscopo que lo favorezca, habla pestes del gobierno. O bondades.
Son placeres de los dioses ver pasar una nube, prender o apagar la luz, pararse en una esquina, parecerse o jugar con la mascota, chatear con la almohada, guaquear en los vericuetos de Internet, o perderse en el anárquico centro de cualquier ciudad.
Deleites adicionales son esperar ese correo electrónico o wasap que nos cambiará la vida, o no, ver pasar el tren; oír cantar el gallo, así no sepamos dónde; creer o no creer en el que reparte dones; engullirse algo que vaya contra la dieta ordenada por el médico o mirar cómo “las golondrinas trazan letras misteriosas como escribiendo un adiós”.
No está mal disfrutar del colibrí que reúne – gratis- toda la magia del Circo del Sol. O escuchar la sinfonía del cucarachero con el que redistribuimos el ingreso, y a cambio nos hace abuelos.
El padre Astete aporta a la cotidianidad su menú de pecadillos monótonos para cometer: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia (el pecado más inútil del repertorio), y pereza (con razón el gato es su logotipo).
Claro que llega un momento en nuestra cotidianidad en el que los pecados –incluido el sí fornicar- se retiran de nosotros, en ningún caso nosotros de ellos. Son las implacables reglas del juego.
Hasta pasar la página de una novela tiene su encanto. Sobre todo si al doblar la página sabremos quién fue el traidor. O el infiel.
En acción de gracias por los servicios prestados, deberíamos invitar a un asado a la cama, la mesa de comedor, la biblioteca, la mesita de noche que conoce nuestras debilidades, la lagartija que nos sorprende con su ingenua melodía.
El espejo espera un besito en reciprocidad por recordarnos que somos fugaces y prescindibles como las crispetas. La llave que obra la magia de permitirnos entrar y salir de nuestro apartamento merece un bolero bien apretado. ¿Y qué tal la ventana que “siempre está mirando hacia afuera”, como decía una niña?
No me desvelan las leyes de la inercia, la relatividad o la gravedad, pero celebro el glorioso descubrimiento del clip y agradezco el invento del pararrayos que quién sabe de cuántas muertes seguras me ha salvado.
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Celebro la reproducción de una partida de ajedrez donde se puede encontrar tanta belleza como en una rosa o en un soneto de Quevedo. Me sacude la apetitosa vecina del cuarto piso que con su estudiado desdén me notifica que de esa agua no beberé.
En el campo, un cocuyo, central hidroeléctrica en miniatura, nos hace grato el tiempo que dura su esplendor. El cocuyo es una metáfora de nuestra propia vida, menos de la diezmillonésima parte de un suspiro, comparado con la eternidad.
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*Óscar Domínguez Giraldo, nació en Montebello, Antioquia hace 78 años. Casado, dos hijos, cuatro nietos. Ajedrecista de corazón y periodista por vocación; se considera «bogoteño» por haber vivido la mayor parte de su vida profesional trasegando sus calles. Fue redactor político, jefe de redacción y director de la agencia de noticias Colprensa. También tecleó para La República, El Espacio y la agencia de noticias CIEP. En radio trabajó en los noticieros de Todelar, RCN, Súper y el GRC. Fue corresponsal de la Voz de Alemania-DW y Radio Francia Internacional-RFI. Escribe semanalmente la Columna Desvertebrada para El Colombiano, de Medellín, y cada quince días la columna Otraparte, en El Tiempo. De estas columnas ya han surgido seis libros …y esperen más.
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