Con este cuento de Argemiro Paredes Chaves, queremos invitar a nuestros lectores a participar de una nueva sección que llamaremos «Palabra Mayor» en la que podrán publicar sus iniciativas literarias: Poemas, cuentos, anécdotas, recuerdos…
Será un espacio de y para ustedes, mayores del quintopiso. Además, iremos seleccionando algunos para publicar al menos una vez al mes en las secciones principales de quintopiso.net. Pueden enviar sus colaboraciones con una breve biografía y datos de contacto a quintopisojb67@gmail.com.
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Viajes de Domingo
Por Argemiro Paredes
Eran las seis de la madrugada del domingo. De pronto golpearon en la puerta de la alcoba y se oyó la voz de doña Esther:
-Arréglese don Rafael. Ya le estoy sirviendo el desayuno, recuerde que el tren para Girardot sale a las siete.
Doña Esther, de 53 años, junto con su hermana Adela, de 50 años, eran las dueñas de la pensión Londres situada en una calle del centro de Bogotá. Su tarifa era muy asequible, mejor, muy económica, y se habían especializado en alojar muchachos de provincia, que venían a estudiar en la universidad, ya que en sus ciudades no existían.
Yo, Rafael Jiménez, estaba haciendo el bachillerato nocturno en un colegio muy bueno. Allí hice amistad con Abel Gómez, un muchacho de mi misma edad, dieciocho años, hijo de un comerciante de la plaza de mercado. Abel ya estaba haciendo negocios por su cuenta. Entonces le comenté que estaba sin empleo, que tenía unos pesos, no muchos, y que si podía ayudarme a empezar con un pequeño negocio que por lo menos me rentara para vivir.
—Se me ocurre -me dijo-, que podrías empezar trayendo piñas de Apulo, el pueblo donde me surto. Tiene muy buena producción de frutas y precios que, traídos aquí hasta Bogotá, te pueden dejar una buena utilidad. Conozco una señora viuda que sé que está sin trabajo, conocedora del manejo de las cosas en la plaza de mercado. Trabajó con nosotros y es muy hábil y honrada. Se llama Carmen.
Llegamos a un acuerdo para que ella trabajara para mí.
—Estaré el domingo en Apulo viendo a la familia, la dejé el sábado -me dijo Abel-. Podríamos encontrarnos en la terraza del hotel a las once. Te presentaré a los campesinos productores de piña y a enseñarte cómo se compra.
Este era el motivo de mi viaje.
Subido en el tren me senté pegado a la ventanilla, desde donde, asombrado, veía cómo iba cambiando el entorno, desde el cielo gris y lluvioso de la sabana, para pasar a un sol brillante y a un cielo azul que invitaba a la alegría de vivir. Montañas de un hermoso verde se veían a la distancia con sus sembrados de caña que pronto llegarían a los trapiches para producir una de las mejores panelas del país. En sus faldas, grandes plantaciones de café, que tenía fama de ser de gran calidad, con un aroma y sabor inigualables. El calor era muy agradable, entre los 20° a 24°C, y al seguir bajando llegaría a los 30 grados. Yo pensaba en lo afortunados que éramos de poder pasar del frío al calor en poco tiempo. En un momento el tren se detuvo. Habíamos llegado a Apulo. Bajé y vi que el hotel estaba cerca. Me acomodé en su terraza para tomar un café mientras llegaba Abel. De pronto, como si viniera del cielo, pasó a mi lado una hermosa morena, joven, con un cuerpo y unas piernas espectaculares, me hizo un pequeño saludo dejándome en shock. Se acomodó en una mesa cercana y la vi tomando algo.
Al rato llegó Abel y bajamos a la plaza donde se celebraba el mercado. Me presentó a los campesinos que traían piña. Me pareció que les caí un poco mal, seguramente pensando que sería otro intermediario que los iba a explotar, como la mayoría. Abel se hizo cargo del negocio. “¿A cómo el bulto?” “A 30 pesos” respondieron. “Les pagamos a 15”, dijo Abel. “Bogotá se está llenando de piña santandereana y los precios han bajado.” Siguieron las discusiones, se llegó a un acuerdo de 20 pesos el bulto y les compré doce bultos. Conseguí al muchacho recomendado por Abel para llevarlos a la estación y allí los aforé para recibirlos en la tarde del lunes en Bogotá. Tomé el tren de regreso y en mi mente estaba el recuerdo de esa hermosa mujer.
Carmen se encargó de entregar todos los pedidos, y al final obtuve una utilidad que me sirvió para pagar una semana de pensión. Llegó el siguiente domingo y, de nuevo a las 6, estaba doña Esther recordándome que el tren salía a las 7. Salimos a tiempo y, como la primera vez, empecé a disfrutar de la belleza del paisaje, de la agradable temperatura, pero sin dejar de pensar si vería a la hermosa muchacha del otro día. Llegamos a Apulo e inmediatamente me instalé en la terraza del hotel a tomar mi café y a rogar para que apareciera. De pronto, y como si entendiera mi ruego, apareció ella con su elegancia y belleza.
Me levanté del asiento y le ofrecí que se sentara en mi mesa, aceptó y pidió un agua de hierbas. Empezamos a conversar.
—Me llamo Adriana Guerra -dijo-. Soy hija del doctor Demetrio Guerra, alcalde de Apulo. Estoy haciendo encuestas con los pocos turistas que nos visitan, pues estamos muy preocupados porque el pueblo, que hasta hace poco era el centro vacacional y de turismo de fin de semana preferido de los bogotanos, está siendo desplazado por Melgar, Anapoima y otros sitios. Queremos oír sus opiniones y ver si podemos volver a ser protagonistas del mercado turístico de la región. Si me permite quiero empezar con usted.
—Con mucho gusto -le dije-, aunque sé muy poco de turismo, me gustaría poder ayudarlos.
—Empecemos. Nombre:
—Rafael Jiménez.
—Edad:
—18 años.
—Motivo de su visita:
—Primero por venir a ver a doña Adriana y segundo por negocios. Compro piña aquí para venderla en Bogotá.
Llegó otro domingo y, de nuevo, doña Esther me recordaba que el tren salía a las siete. Llegamos a Apulo y me senté en la terraza a tomar mi café, cuando llegó Adriana.
Sorprendida, me agradeció y me dio la mano. Ese gesto me alegró mucho, llenándome de ilusión para el futuro. Me preguntó qué había visto en el hotel que creyera que se pudiera hacer para atraer turistas. Le dije que creía que debía empezar primero por atraer a los niños, que son los que mandan a la hora de elegir destino. Empezaría con unos pocos arreglos a la piscina de niños, le pondría un rodadero y podían instalar trapecios. Me dio las gracias y que lo iba a discutir con su papá. Tomé el tren de regreso y el recuerdo de sus ojos y de su cara me acompañaron durante todo el viaje. Carmen vendió todo en la plaza y así pude pagar otra semana de pensión. Pasaron varios domingos y cada vez que llegaba me sentaba a tomar el café y a conversar con Adriana. Poco a poco nos fuimos acercando.
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—Buenos día Rafa, ¿me permite que lo llame Rafa?
—Como quiera llamarme mi amor, ¿me permite que ahora la llame así? -dije bromeando.
—Um… habría que pensarlo… mi amor.
Qué dicha enorme era para mí oírla. Le tomé las manos para besarlas. Entonces ella acercó su boca a la mía y, en un momento sublime, nos besamos largamente con todo el vigor de nuestra juventud. Yo sentía que alcanzaba el cielo. Cuando el tren de regreso estaba por llegar, Adriana me acompañó hasta la estación y me contó que ella había hablado en su casa de mí y que querían conocerme. Me invitaban a almorzar con ellos el siguiente domingo. Viajé a Bogotá sintiendo en el alma una gran felicidad, anhelando que llegara pronto el domingo para volver a verla.
Por fin llegó el domingo y, nuevamente la voz de doña Esther, me recordaba que el tren salía a las siete. Contemplando como siempre el hermoso paisaje llegamos a Apulo. Allí estaba Adriana esperándome. Me acompañó a hacer las compras de las piñas y a dejar los bultos aforados en la estación. Le comenté que quería llevarle flores a su mamá. Fuimos al mercado y compramos un ramo de rosas, las preferidas por ella. Al papá le traía una botella de vino tinto español y a los hermanos, galletas francesas y chocolates americanos. Llegamos a su casa. A los muchachos les caí muy bien, pero en cambio noté cierta mal disimulada hostilidad del papá, tal vez por vernos cogidos de la mano. Nos sentamos a almorzar y, en verdad, sirvieron un sancocho delicioso. Se habló muy poco en la mesa. Yo felicité a la señora y le di las gracias por haberme invitado. Me dijo que me esperaban el próximo domingo, pues iban a preparar pescado. Terminado todo, el doctor Guerra se levantó de la mesa y me dijo:
—Venga Jiménez a mi estudio, nos tomamos un café y charlamos un poco.
—Con mucho gusto -le dije-, pero será corto porque el tren de regreso a Bogotá no tarda mucho.
—Adriana me contó que usted está terminando la secundaria y que quiere poner en Bogotá un gran almacén de frutas y estudiar agronomía. Lo felicito Jiménez, sé que saldrá adelante y le deseo mucha suerte.
Tomé el tren de regreso pensando todo el tiempo en Adriana. La semana pasó pronto y, como siempre, doña Esther recordándome que el tren saldría a las siete. El tren salió en punto, a tiempo y pronto estuve en Apulo. Fui directo al mercado, había una gran cantidad de piña debido a la cosecha. Los precios habían bajado y, por lo tanto, podría tener una buena utilidad. Eché mano a mis ahorros y compré 40 bultos. En Bogotá, Carmen había asegurado pedidos por casi esos 40 bultos, un pequeño me los llevó a la estación del tren y quedaron aforados.
Entonces Adriana llegó con los ojos llorosos. Le pregunté qué le pasaba, me dijo “nada”, pero empezó a llorar. No resistí verla así y también se me aguaron los ojos. Fuimos a su casa a almorzar. Todo tenía muy buena sazón, con una riquísima mojarra. Apenas terminamos, el doctor Guerra me dijo:
—Venga Jiménez a mi estudio que necesito hablar con usted. Como tenemos poco tiempo voy al grano de una vez. Quiero pedirle, quiero rogarle, quiero exigirle, que no vuelva a ver a Adriana y la deje desde ya, para siempre. Vivo temiendo que en el vigor de su juventud y su gran amor puedan cometer una locura que les haría arruinar sus vidas. Usted, con su negocito de las piñas, ganando centavos, no tiene ninguna posibilidad de poder sostener un hogar y Adriana no soportaría vivir en una pensión de segunda pasando muchas necesidades. Por otra parte, usted sabe que ella en dos meses iniciará estudios de derecho en el Externado y que por su inteligencia y su buen juicio estamos seguros que llegará a ser una brillante abogada. He conversado todo esto con ella, está de acuerdo conmigo y ya viene a despedirse.
Adriana llegó con los ojos llenos de llanto, me extendió la mano, me dio un beso en la mejilla y me dijo “Adiós Rafa y buena suerte”. Yo, todo aturdido, le di la mano y la besé también en la mejilla. Solo pude decirle, “Adiós mi amor, te querré siempre”. Sin despedirme de ninguno más de la casa, salí corriendo a tomar el tren de regreso. Fue un viaje amargo, recordando en todo momento las palabras del doctor Guerra y la despedida de Adriana. Esa noche no pude dormir, fue un largo insomnio.
El lunes fuimos con Carmen a recoger los bultos, pero no había llegado el tren que los traía. Se había descarrilado a 10 kilómetros de Bogotá. Nos dijeron que estaban trabajando para arreglar pronto y que volviéramos mañana. Fuimos el martes y, lo mismo, que volviéramos el miércoles, y todo igual. Esa noche tenía clase, cuando Abel me vio, vino y me dijo:
—Uy hermano, desde el lunes he estado buscándolo para decirle que tiene que ir a recoger sus piñas al sitio donde se encuentra el tren; yo ya recibí lo mío y no tuve problema. La piña es una fruta que tiene que estar al aire libre, recibiendo sol, pero que encerrada en bodega puede dañarse, corra hermano mañana bien temprano, lleve a Carmen para traerlas, tome la tarjeta del señor del camión. Buena suerte y por la noche me cuenta.
Con Carmen y el camión fuimos hasta donde estaba el tren y, como temía Abel, toda la piña se había dañado. De los 40 bultos, no se había salvado una sola piña. El camión regresó a Bogotá llevándolas al relleno de Doña Juana.
Por la noche, en el colegio, tan pronto vi a mi amigo Abel le comenté:
—Estoy en una racha negra, cruel. En pocos días perdí la mujer de mis sueños y mi vida, el negocio de las piñas fracasó. Rafael Jiménez ha quedado en la ruina.
Llegó de nuevo el domingo y, como siempre, estaba doña Esther tocando la puerta de mi alcoba:
—Don Rafael le estoy sirviendo el desayuno, recuerde que su tren sale a las siete.
Seguí bien arropado con las cobijas, sin levantarme y le contesté:
—Gracias doña Esther hoy no viajo. Los viajes de los domingos terminaron para siempre, no van más.
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Argemiro Paredes Chaves -Miro, como le decimos cariñosamente- (La Victoria, Valle, 1925), acaba de cumplir 95, le gusta el tango y el fútbol (el América es su pasión), tocar el piano, leer, y revisar correos y mensajes de Facebook o Whatsapp en su tablet y ahora escribir; además, disfrutaba mucho el baile («tan bueno que baila el señor Paredes», comentaba la gente).Vivió la violencia partidista; sufrió en carne propia las angustias del 9 de abril en Bogotá; ha ‘sobrevivido’ a más de 20 presidentes y no recuerda alguno de manera especial. Trabajó en el tranvía; llevó cuentas y administró teatros, parqueaderos y otros negocios; viajó con su familia a conocer el país por carretera -cuando viajar por tierra era una odisea-, y le encantaba parar en restaurantes y fruterías a la orilla del camino. Se casó hace casi 70 años, tuvo 7 hijos y una vida con alegrías y penas, de la que no se arrepiente haberla vivido. Comenzó a escribir recién el año pasado, demostrando que no hay límite para la creación. Estas historias hacen parte de su vida.