De lo que comemos y cómo lo comemos, depende nuestra salud y bienestar, y las grasas hacen parte esencial de nuestra nutrición. Una alimentación sana es la que se basa en la ingesta diaria de una suficiente cantidad y variedad de alimentos naturales, sin tanto proceso ni aditivos: frutas, verduras, un buen ajiaco, un pollo al horno, ensaladas, caldo de costilla, quiche de espinacas, oblea con arequipe o dulce de moras, son ejemplos de ello. Excepto si somos alérgicos o sufrimos alguna enfermedad que nos limite, no hay razón para no comer «de todo», ojo, sin exageraciones. Una empanada o un buñuelo (sin gaseosa) de vez en cuando, no le desnivelará el colesterol, ni el peso. Comerlos recurrentemente sí. Sólo buscamos ayudar a entender la utilidad real de las grasas, sin tantos temores. Creemos también, como la mayoría de médicos y nutricionistas, que un poco de ejercicio rutinario debe ser el complemento ideal a una sana alimentación, y así procurar un verdadero estado de bienestar. QP

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Por Javier Sánchez Perona*

Durante décadas, las grasas se han considerado el enemigo público número uno. Ningún otro componente de la dieta “mataba más que ellas”. Por eso, si preguntamos en la calle si las grasas son saludables, probablemente la respuesta mayoritaria sea “no”. ¿El argumento? Que “son malas para el corazón” y engordan.

Esto no es del todo cierto. Ni todas las grasas provocan enfermedades cardiovasculares ni todas las grasas engordan igual. De hecho, entre otras, los aceites de pescado, los frutos secos y el aceite de oliva virgen son protectores frente a las enfermedades cardiovasculares.

Es más, se ha demostrado que el consumo de aceite de oliva virgen, como parte de una dieta saludable, no incrementa el peso corporal.

Distintos tipos de grasas. Foto: truecare.org

Entonces, ¿de dónde procede el miedo a las grasas?

Las enfermedades cardiovasculares suponen la primera causa de muerte en el mundo. La teoría de que las grasas eran las responsables de estas muertes estuvo vigente durante toda la segunda mitad del siglo XX. Según esta, la obstrucción de las arterias se debía a la simple acumulación de grasa.

La hipótesis se popularizó gracias a los trabajos de Ancel Keys, fisiólogo de la Universidad de Minnesota (EEUU) y pionero en relacionar dieta, colesterol y presión arterial con enfermedades cardiovasculares.

A raíz de sus descubrimientos, se propuso que el colesterol de la dieta era el causante de la presencia de colesterol en la pared arterial. Por tanto, también de la aterosclerosis (engrosamiento de las arterias).

Así empezó una carrera por demostrar esta hipótesis mediante grandes estudios, en los que se observó que el riesgo coronario aumentaba con los niveles de colesterol plasmático.

El colesterol, ¿enemigo público número uno?

El siguiente paso era inevitable: ¿cómo llega el colesterol de la dieta a la pared arterial? El colesterol se transporta en la sangre por medio de lipoproteínas. Las de baja densidad (LDL) lo conducen desde el hígado hasta los tejidos. Esto incrementa la probabilidad de que queden retenidas en la pared arterial durante el trayecto.

En cambio, las lipoproteínas de alta densidad (HDL) tienen una ruta inversa. Retiran y transportan el colesterol desde los tejidos, incluyendo la pared arterial, hasta el hígado, que tiene cierta capacidad para deshacerse de él.

Estudios más recientes mostraron que el colesterol de la dieta no incrementa los niveles plasmáticos de colesterol porque nuestro organismo tiene, hasta cierto punto, la capacidad de regularlos. Así, el colesterol dietético fue absuelto de sus delitos. Dejó de considerarse el enemigo público número uno.

De ahí que se le asignara un papel perjudicial al colesterol LDL y beneficioso al HDL. También de que se les conozca como colesterol “malo” y “bueno”, respectivamente.

Sin embargo, estudios más recientes mostraron que el colesterol de la dieta no incrementa los niveles plasmáticos de colesterol porque nuestro organismo tiene, hasta cierto punto, la capacidad de regularlos. Así, el colesterol dietético fue absuelto de sus delitos. Dejó de considerarse el enemigo público número uno.

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Células grasas. Foto: Shutterstock / Spectral-Design

Entonces, ¿son las grasas saturadas el enemigo público número uno?

Pero si el colesterol no es el enemigo, ¿a quién culpamos de la enfermedad cardiovascular? Los ácidos grasos saturados aumentan los niveles de colesterol LDL. Por su parte, los ácidos grasos monoinsaturados y poliinsaturados los reducen.

Es por ello por lo que se recomendó disminuir el consumo de ácidos grasos saturados, que están presentes en muchos alimentos de origen animal, aunque también en algunos vegetales como el aceite de coco o el aceite de palma. También se aconsejó incrementar el consumo de ácidos grasos mono y poliinsaturados, sobre todo de la familia omega-3, para reducir los triglicéridos.

Revisiones recientes han mostrado que las grasas saturadas, aunque incrementan los niveles de colesterol plasmáticos, no aumentan el riesgo cardiovascular. Es decir, el consumo de ácidos grasos saturados incrementa el colesterol total y LDL en plasma, sí. Ahora bien, esto no se asocia con mayor mortalidad cardiovascular. Por tanto, las grasas saturadas también fueron absueltas.

Si tampoco lo son las grasas saturadas, ¿es la inflamación el enemigo público número uno?

Hoy en día se acepta que la aterosclerosis es un fenómeno de tipo inflamatorio. Los monocitos, células del sistema inmunitario, se infiltran en la pared arterial para buscar posibles partículas agresoras o infecciones. Ahí se encuentran con LDL alteradas, normalmente por oxidación. Tras transformarse en macrófagos, las capturan, iniciando el fenómeno inflamatorio. Esta inflamación es de tipo crónico, puesto que hay LDL alteradas circulando por la sangre en todo momento.

Los últimos estudios están mostrando que el consumo de productos ultraprocesados, ricos en grasas saturadas, azúcar y sal, incrementa enormemente el riesgo cardiovascular. Es posible que las observaciones científicas del siglo XX sobre el perjuicio de las grasas estuvieran influidas por el tipo de alimentos en que se encontraban.”

A partir de los años 90, se planteó que la inflamación podría producirse en el periodo postprandial, justo después de comer, debido a la elevada presencia de quilomicrones transportadores de triglicéridos de la dieta. Pero, además de las grasas (colesterol y triglicéridos), hay otro protagonista en nuestra historia: el azúcar.

¿Y qué pasa con el azúcar?

En 2016, se desveló que la industria azucarera había estado manipulando la ciencia de la nutrición. Un artículo publicado en el New York Times revelaba que se había pagado a científicos de la Universidad de Harvard para que pusieran el foco de su investigación sobre las grasas y no sobre el azúcar. La consecuencia es que los resultados que señalaban el papel de este y otros carbohidratos en la enfermedad cardiovascular quedaron ocultos.

Durante esos años, la Universidad de Harvard había sido un faro guía de las investigaciones en materia de enfermedad cardiovascular y dieta. Hoy sabemos que el consumo de azúcares añadidos en la alimentación aumenta el riesgo de aterosclerosis y mortalidad cardiovascular.

En la actualidad, el paradigma de las grasas como causantes de la enfermedad cardiovascular ha cambiado. Aunque no se recomienda excederse en su consumo, sobre todo si son saturadas, muchos científicos y nutricionistas aceptan que no son el enemigo público número uno. De todos modos, lo más probable es que tanto el azúcar como las grasas sigan jugando un papel importante.

Los últimos estudios están mostrando que el consumo de productos ultraprocesados, ricos en grasas saturadas, azúcar y sal, incrementa enormemente el riesgo cardiovascular. Es posible que las observaciones científicas del siglo XX sobre el perjuicio de las grasas estuvieran influidas por el tipo de alimentos en que se encontraban.

Parece que, durante años, hemos estado mirando al lugar equivocado.

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Quintopiso.net es una publicación digital dedicada al bienestar, respeto y empoderamiento de las personas mayores de 50 años. Sus contenidos buscan incentivar la actividad intelectual y física de esta franja etaria y promover la vejez sana y activa.

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*Javier Sánchez Perona es Científico Titular del CSIC y Profesor Asociado de la Universidad Pablo de Olavide, Instituto de la Grasa (IG – CSIC). Licenciado en Ciencia y Tecnología de los Alimentos por la Universidad del País Vasco y doctor en Química por la Universidad de Sevilla. Desde 2008 es Científico Titular del CSIC y desde 2015 profesor asociado de la Universidad Pablo de Olavide. Su línea de investigación es la Nutrición y el Metabolismo de los Lípidos y trabaja para descubrir los mecanismos por los que las grasas de la dieta afectan a las enfermedades crónicas, como las cardiovasculares, las neurodegenerativas o la diabetes. Ha publicado muchos artículos sobre el tema en revistas científicas internacionales, además de capítulos de libros. Ha dirigido 3 tesis doctorales. Tiene además un interesante blog sobre nutrición https://malnutridos.com/

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El Instituto de la Grasa (IG) es un Centro de Investigación de la Agencia Estatal Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) encuadrado en el Área de Ciencia y Tecnología de los Alimentos. El instituto se creó en el año 1947 con la finalidad de contribuir a la mejora y al desarrollo de los sectores industriales relacionados con las materias grasas.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.