Por María Teresa Herrán1

En tiempos en que la belleza se viste de cremas y de maquillaje, un libro bello se cubre de lágrimas. Lágrimas de felicidad y de tristeza, de desahogo o de emoción. Lágrimas también que enseñan a guardarlas y seguir pa´lante.

Abuelo y nieta recorren palmo a palmo nuevos horizontes. Él le hace descubrir los olores de una hoja de eucalipto, de romero o de hierbabuena. Viajes disfrutados por ambos al amazonas, al Perú, al llano, al páramo de Santurbán: “Tus saltos, tu alegría. Y la mía. Viéndote como si no me vieras”. Él le explica siempre como a una persona grande, y ella se queda dormida en su regazo o le da las gracias por hacerla feliz.

Viaje último hacia la muerte; viaje de complicidades con una mirada o un silencio. Recuerdos de juventud de Alfredo, salpicados de consejos: “las frutas maduran poco a poco hasta que el sol las ha hecho dulces, caen al suelo. Si las coges antes y las maduras biches, pierden sus sabores. No vivas más allá de lo que eres”.

Lágrimas de emoción de los lectores ante ese amor que destilan un abuelo llamado Alfredo y una niña que se llama Antonia. Una relación especial que todos los demás familiares acogen y entienden. Lágrimas también por un cáncer terminal que carcome la garganta del abuelo y que los dos afrontan, aunque se les caiga el mundo, como lo escribe la nieta cuando se entera de que no hay nada que hacer: murió.

Alfredo Molano es uno de los personajes inolvidables de muchos colombianos, y no solo por sus libros, que nos devoramos, sus recorridos inesperados, de los que sus tenis y su mochila son los mejores testigos. Por esa necesidad de explicar la historia, buscándola a través de los seres humanos de carne y hueso, no de oídas sino en sus propios territorios. 

El libro reafirma que Molano es uno de los los mayores escritores colombianos, por su innata capacidad de traducir la naturaleza de los paisajes, las guerras de los seres humanos por sobrevivir, las sendas ocultas, los entornos tan complejos como los mismos colombianos y, sobre todo, los miedos, que aparecen a todo lo largo del libro, como perros negros en la oscuridad del insomnio.

Es un escritor que palpa y que siente. El viento que golpea la cara cuando los caballos galopan. También los toros, claro está, “que hablan de la muerte dándonos vueltas”, que son para los toreros y para los que vamos a verlos (me incluyo en ellos) “un animal sagrado”.

Los senderos caminados a punta de escrutar paisajes y seres humanos . Y el encanto de frases como: 

“Estalló una estrella en pedazos. Y esos pedacitos se fueron volviendo polvo y flotando en el espacio como un cardumen de sardinas”

Este libro, de un abuelo que, como lo dice Antonia en el cementerio “me ha sacado de ese mundo perfecto de Disney, me ha enseñado la realidad de la vida y me ha dado fuerzas para vivirla”

Antonia, la nieta. Sentida intervención en la Comisión de la Verdad de la cual era miembro Alfredo, su abuelo.

Este libro, el jardín secreto de un lugar especial en el corazón de Alfredo. Cartas que escribió a la niña durante años con el propósito -recóndito y profundo- de continuar desde la tumba esa relación fuerte, sólida, inolvidable.

Se entrecruzan episodios de una vida que no fue convencional sino también creativa. Consejos vitales desde su innata sencillez, que se escapan como cuando la niña cumple 10 años y él le dice “No podrás esconderte de lo que eres (se refiere a bonita) pero tampoco podrás depender de lo que te hagan sentir.”

Así vivió Alfredo: sabio, discreto, silencioso, escuchando, observando, analizando.

Es también la complicidad de un grupo que no es un clan sino una familia unida, a la que dejó un inmenso legado: “una enseñanza de vida”, como lo recuerda en el prólogo el periodista Alfredo Molano Jimeno, tío de Antonia. “un legado de palabras y sueños con el que nos enterrarán a quienes lo vivimos y amamos”.

Qué alegría poder leer a Alfredo Molano en esta pandemia y reencontrarlo en su esencia. Porque nos saca de las rutinas, de las incertidumbres y de las impaciencias, para entrarnos de lleno en la ternura del afecto.

«Lo de los perros fue una metáfora que nos permitió volver a hablar de los miedos. Esos mismos que por la noche, cuando ya todo está en silencio y las luces se han apagado, saltan sobre mi cama y mi almohada, me cercan, me paralizan y se llevan mi sueño entre sus fauces. Al miedo, le decía yo a Antonia, hay que mirarle la cara. A los perros hay que mirarlos a los ojos, a la muerte también».

Alfredo Molano

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* Antonia, nombre romano como le dice Juan Camilo, el abuelo a mi nieta, que también se llama así. Con o sin Freud, las abuelas sabemos que toda nieta, llámese o no Antonia, tiene una relación especial con su abuelo.

1. Maria Teresa Herrán es una reconocida periodista, con maestría en Ciencias Políticas de la Universidad de Paris II; fue presidenta del Círculo de Periodistas de Bogotá y dirigió la Maestría de Periodismo de la Universidad Javeriana, así como el Programa de Comunicaciones de la Universidad Central. Dirigió la revista Alternativa en su segunda época y fue la primera mujer en dirigir un noticiero de televisión. Ha sido investigadora y publicado numerosos libros pero hoy en día, prefiere autodenominarse comentarista, abuela cibernauta, poeta y artista plástica. Publicó un libro de poemas y escribe un blog que se llama «Opinar es debatir sin pelear» https://mariatherran46.blogspot.com/ en donde comenta sobre temas de actualidad.

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