Por Oscar Domínguez G.*

Qué homenaje me hizo Quino: eso de morir a los 88 años, el 30 septiembre, justo un día después de mi cumpleaños número 56, es un detalle de extraña coquetería.

Todo hay que decirlo: mi Quino era la suma de los pibes de su tira cómica. Era un hombre química, física y argentinamente bueno. No hay duda de que su alma estaba tomada por todos nosotros, como en el cuento de uno que me habría gustado que me inventara: Cortázar. Pero andaba rayueliando.

Para la banda, el mendocino Joaquín, como le decía el 0,0000000001 de la población mundial, fue siempre un niño en cuerpo ajeno de adulto.

Se retiró de nosotros cuando “toda la sangre nos unía”. No resistió el voltaje y solo nos mantuvo el tiempo suficiente para que nos inmortalizáramos él y nosotros. Fue al mismo tiempo nuestro padre, madre, abuelo, bisabuelo y tatarabuelo.

Un buen día de junio del 73 se acostó aliviado y se levantó con cara de “yo ya no doy más”. No quería repetirse. Y colgó la pluma. Cuánta honradez, che. Otros habían seguido el camino fácil de contratar plumas mercenarias para que pensaran por él. Casos se han dado.

Siempre pensé que Quino, un clon de Felipe, sería como esos toreros de dos pesos que jubilan la espada y vuelven, presionados por la nostalgia de los aplausos. Y acosados por cuentas bancarias por el piso. Cornadas da el hambre.

Mujer que no se equivoca es hombre, y yo me equivoqué. Menos mal nos dejó instalados en la leyenda. De ella vivimos. Cuando se cortó la Mafalda, quiero decir, la coleta, el mundo estaba enfermo de sus cuatro puntos cardinales. Hoy está enfermo de Trump por donde se le mire.

Al mundo “le falta un tornillo”, lo dice una milonga, parienta festiva del tango. “En el mundo hay cada vez más gente y menos personas”, como citarme a mí misma. Perdonen mi ego pero es con mucho gusto.

“Toda Mafalda” recoge todo lo mío y lo de mi banda de joyitas. Me leen de corrido como una novela porno. O de ficción.

No es por dármelas, pero me late que los derechos de los niños están en ese libro. Si la humanidad tuviera un ataque de sensatez, lo adoptaría como tal.

Me asusta pensar que si no existieran los electrodomésticos, tampoco existiría yo. Nací promocionando neveras y qué sé qué otras pavadas. Pero me fue mejor que a mamá Eva quien fue hecha de una falsa costilla de Adán. Como todos los hombres, incluido Quino, Adán y sus sucesores siguen en obra negra, sin inventar del todo.

Ellos están hechos para ser un mal necesario. Nunca pierden. Pobres hombres, tan imprescindibles que se creen, sin saber que el cementerio está lleno de ellos, según leí en una revista de peluquería que sigue frecuentando la arribista del paseo.

Me refiero, claro, a Susanita, llena de hijos, pero con marido desechable. Susanita es de esas espléndidas minas que merecen ser viudas pronto. Hay hombres tan malos maridos que su mayor obra es cuando hacen efectivo el seguro exequial. Atorrantes, no nos merecen.

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Quino, con su humor y sus monos le mejoró la hoja de vida a la aldea global como hay que decir ahora. Le puso una sonrisa de oreja a oreja. Sonrisa sarcástica, amarga, maleva, muchas veces.

Al momento de su partida, el mundo sigue dándose contra las paredes. Vive en un eterno tas-tas billarístico. La sopa sigue siendo el opio de los niños. Este año es una fotocopia al carbón desde cuando renunció a pintarme.

No lo había confesado, pero cuando colgó el pincel me sentí abandonada al pie del altar, ese “mueble” donde millones de viejas pronuncian dos inútiles letras que las esclavizarán: ¡Sí!

A veces me despierto con ganas de darle las gracias por haberme hecho más famosa que a Borges, Evita Perón, Maradona, Messi y el Papa Francisco juntos. Otras veces, asumo que quien debe darme las gracias es él.

¿Se imaginan las cosas que diría yo a estas alturas? Las cincuentonas prolongadas somos la sal, el azúcar, el churrasco, el mate de la vida. Pero no, decidió que el único que crecería era mi hermanito. ¡Cosas del macho alfa!

Y para que no quitarle más tiempo ahora que lo tiene todo: me alegra saber que nunca fuimos peligrosos para la salud, como Homero Simpson y su banda. Por esto nada más valió la pena vivir. Nos vemos, che.

Mafalda y su tribu. 

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*Óscar Domínguez Giraldo, 74 años, nació en Montebello, Antioquia. Casado, dos hijos, cuatro nietos. Ajedrecista de corazón y periodista por vocación; se considera «bogoteño» por haber vivido la mayor parte de su vida profesional trasegando sus calles. Fue redactor político, jefe de redacción y director de la agencia de noticias Colprensa. También tecleó para La República, El Espacio y la agencia de noticias CIEP. En radio trabajó en los noticieros de Todelar, RCN, Súper y el GRC. Fue corresponsal de la Voz de Alemania-DW y Radio Francia Internacional-RFI. Escribe semanalmente la Columna Desvertebrada para El Colombiano, de Medellín, y cada quince días la  columna Otraparte, en El Tiempo. De estas columnas ya han surgido seis libros …y esperen másLo puede seguir en http://www.oscardominguezgiraldo.com/

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